HORA BRUJA / ASTRONAUTA CHIFLADO EN IGUAZÚ



Una noche triste me perdí, había dejado atrás un no sé qué que me escondía de todo tipo de visibilidad. No entendía nada, pero lo cierto es que  las estrellas brillaban con una constancia provocadora; las constelaciones palidecían y no había manera de quitarse de encima la ceguera de la mediocridad. No sé cómo ocurrió, pero desaparecí del planeta tierra, o al menos eso creí yo, que ansiaba ver la luna, pero esta se escondía tras una gran nube plagada de confusionismo, que no sé si portaba agua o zumo de uva fermentada de muchos grados, o desinfectante mental en abundancia. No, que este troglodita que creía ser yo, no era un astronauta tarumba ni nada parecido, que más bien daba la impresión de tratarse  un soñador que patinaba por las heladas  constelaciones habilitadas para el uso de patines descontrolados.
¡Qué locura! En una de mis noches  habitualmente desviadas,   me arrastraba sin cesar  por medio de un caballo alado que corría al trote, que me portaba sobre sus lomos, mientras el animal o lo que fuera,  llegó a cruzarse por mis caminos, y como un ciego que giraba y giraba  sobre sí mismo, no sabía donde estaba el norte ni qué camino debía tomar para dirigirme hacia el sur. ¿Estábamos en primavera? No me daba  cuenta de que en esos momentos atravesaba campos de crisantemos  con olores extraños que formaban  parte de unas olas obligadas por los fuertes y ocasionales vientos a transformarme en movimientos asilvestrados  y carentes de armonía. En un momento dado mis pabellones que algunos llaman auditivos,    erran receptores una música (¿he dicho música?) insoportable y el falso equino seguía sin hacerme entender nada. Daba la impresión de que me hallaba inmerso en una nebulosa especialmente absurda, con un sonido productor de cientos de desmadres griegos, latinos, árabes, que no tenían sintonía alguna entre sí. Así que imagínense sufridos lectores a este ignorante y loco surrealista el inimaginable infierno que me esperaba
De repente, el equino frenó en seco y me lanzaba fuera de sus dominios, para ser recogido por otro cuadrúpedo despojándome así  de todo tipo de ropaje. Y yo con estas pintas, subía y subía a unas altitudes que me ponía en la nuez los dos iguales de hoy a un tiempo. (¿verdad que me entienden?). Y si no es así….  ¡Venga, que ustedes no son tontos!. No me obliguen a poner alguna burrada, que uno es persona educada hasta que deja de serlo. Pero lo que todos se temían, pasó sin remedio alguno. No pude reprimir un ¡Ayayayayayayyayayyayaya…” Así que me quité el trapo muy escaso de medidas que hasta el momento había hecho las funciones de hoja de parra, sí, como Adán cuando fue expulsado del Paraíso. Mientras, prácticamente a un tiempo, el capullo de Pepito Grillo, se había metido en el interior de mis orejas con toda la fuerza de su aguijón. Imaginen la de improperios tan inmediatos y tan largos que le dediqué al bicho. El impulso que tomé fue tan grande, que me trasladó con suma rapidez a la órbita terrestre; tanto que no paraba tampoco de gritar eso tan socorrido de “mi casaaaaa, teléfono….”. A tanto llegó la cosa, que allá arriba me recibió San Pedro con un alfiler pinchaglobos, quien partiéndose de risa me dejó en lo más alto de las cataratas de Iguazú. “Ahí te las compongas”, me dijo. Vaya remojón!

MANUEL ESPAÑOL

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